jueves, 3 de abril de 2014

Querida tristeza





QUERIDA TRISTEZA




Hace unos días estuve triste. 


¡No sabes cuánto me alegré!


En una conversación de coaching me había dado cuenta de que tiendo a teñir la tristeza de rabia (GRACIAS Elena Quevedo por facilitar el descubrimiento).


Alguien me daña y yo me enfado. Algo me duele y yo me defiendo. Algo pierdo y yo me peleo con el pasado, con el presente y con el futuro (y sí, golpeo muebles y utilizo palabrotas).


Ahora ya no. No me defiendo de la tristeza porque no hace falta. 

La tristeza nos avisa de una pérdida, no de un ataque. Sólo necesita ser vivida y mimada. 

La violencia contra la tristeza se convierte en un dolor duro y constante, en un movimiento agudo y punzante que para mí resulta difícil de transformar. Me hago un lío emocional y me cuesta desanudarlo. 


Esto en mi se refleja en mi querido hombro izquierdo y en mis riñones. Cierta molestia constante, que no llega a ser dolor ni a impedirme funcionar, me ha acompañado en varias épocas de mi vida en esas dos zonas. Son esas pequeñas molestias que normalizamos, que achacamos a la edad, a las malas posturas, al colchón, a los tacones, a la almohada (llegué a cambiar de almohada, de colchón y no suelo llevar tacones porque, sí, en realidad todo influye).


Cuando cambié de colchón, de almohada y  a pesar de los zapatos planos, descubrí que esas molestias no sanaban. Pensé que eran parte de mí. Me preparé para tenerlas a diario ahí, como se tiene la piel.


Cuando cambié de mirada sobre la tristeza, DESAPARECIERON. Hace mucho que no están. Muchísimo. Además últimamente, por circunstancias, he llevado más zapatos de tacón que nunca.


Y el otro día fui feliz por estar triste. Alguien a quien quiero mucho dijo algo que me hizo sentir juzgada, pero no me enfadé como había hecho otras veces ante el mismo juicio.

Me puse triste. Me lo dije: “Estoy triste, profundamente triste, porque siento que he perdido parte de su amor. Siento que el corazón me palpita diferente. Ahí está mi tristeza, no es rabia, no es la energía del enfado”. 


Busqué momentos para estar a solas. Cuando tuve que salir de casa a trabajar me miré un rato largo en el espejo y repetí: “Estoy triste, profundamente triste”. Mi respiración cambió, mi tono muscular también y empecé a llorar sin mucho ruido. Entonces me sonreí, me felicité y me fui a pasear con mi tristeza.

Le di su espacio, sus mimos, y el dolor fue blando y maleable, cada vez más, hasta que pude volver a llenarme de ternura. Desde ahí mantuve una conversación y un reencuentro para regenerar aquello que había sentido como pérdida.


Ya está. Sonrío. 





No hay comentarios:

Publicar un comentario